Concurrí los dos días al Quilmes Rock realizado en la ciudad de Rosario. Habitué de muchos de estos mega-eventos, uno ya sabe como dosificar las energías para no llegar exhausto a la última banda, que muchas veces es quien paga los platos rotos de la adrenalina del arrebato inicial.Esta economía de esfuerzos es importante también para poder realizar un análisis lo más objetivo posible (haciendo la obvia salvedad que quien escribe no es un "objeto" sino un "sujeto") de los momentos vividos en estos dos desapacibles días.
En principio, lo que tendría que decir es que las bandas que a priori uno sabía que no iban a defraudar, efectivamente no defraudaron: Divididos el primer día, y Las Pelotas en el segundo. Ambas bandas, con muchos cuerpos de ventaja se impusieron sobre el resto, no sólo por la propuesta musical y sonora sino por ser los grupos que despertaron mayor fervor en un público que se caracterizó por la sorprendente frialdad con que presenció el espectáculo en general.
¿Había razones para semejante frialdad? Sí...pero las causas no se limitaron sólo a un motivo. Parte de la frialdad se podría deber a que la conformación de las grillas (fundamentalmente en el primer día) convocó a un tipo de público habitualmente no acostumbrado a recitales de rock. Bandas como Los Cafres, lejos de atraer a un público que asuma el compromiso social del reggae, llama a chicos y chicas que han hecho de la música jamaiquina un elemento snob. Bandas como Árbol convoca a un público pre-adolescente como consecuencia de las letras infantilmente bobas con las que se regodean sus músicos. Y Catupecu Machu, que dejó muy atrás la fuerza de sus primeros discos, se recuesta hoy en una propuesta musical francamente deprimente, y con un frontman, que al igual que personajes como Fito Paéz, creen estar un paso más allá que los simples músicos y necesitan dar cuenta de su inteligencia e ingenio (fallidos por cierto), no encontrando mejor recurso para ello que utilizar los minutos en que deberían hacer sonar sus instrumentos, para llevar a cabo insoportables, soporíferos y demagógicos monólogos.
En el segundo día, hubo otra conformación, más rockera, que hizo que el ambiente tuviese otro clima. Hubo algunos sets acertados, como Los Vándalos y su actitud, o la prolijidad de Pier. Otras bandas pasaron desapercibidas, por ejemplo, el mediático grupo Guasones. Pero sin dudas el show que desentonó fue el de Intoxicados, grupo que despertaba mucha expectativa básicamente a partir de la carismática figura de su lider, Pity Alvarez. Lamentablemente hay que decir que Pity hoy es más un personaje que un músico, y aún cuando la banda suena más ajustada que en otros momentos, el set estuvo condicionado por los berrinches de su líder obsesionado en cantar temas interminables (por ejemplo, "Habitado, deshabitado", que evidentemente le debe gustar mucho a Pity, ya que no pierde ocasión de interpretarlo en cuanto recital haya) . Faltaron muchas de las canciones que la gente quería escuchar, y si bien el final fue a todo punk rock, con una versión de Ramones, no alcanzó a ser una presentación satisfactoria para sus seguidores que no pudieron disimular su decepción.
En definitiva, fue un Quilmes opaco, con dos grandes bandas que nos hicieron olvidar por un par de horas la medianía que dominó el evento.
# posted by El Tucán @ 6:39 PM
Para dar por finalizadas las referencias al bochornoso espectáculo del día 17 de octubre en la quinta de San Vicente, desde este blog transcribo una nota aparecida en la revista Ñ, por el prestigioso historiador Luis Alberto Romero, que creo que nos ayuda a pensar la compleja relación entre política y violencia.
EL RETORNO DE LA VIOLENCIA
La violencia política está otra vez entre nosotros? Entre los varios interrogantes que abre el episodio de San Vicente este es, probablemente, el más inquietante, no sólo por los recuerdos del paroxismo de los años 70, sino también por las ilusiones que tuvimos en 1983 acerca de su final definitivo. En esos años de vino y rosas, creímos que la sacralización de los derechos humanos habían trazado una raya con el pasado. La sociedad había subordinado la política a la ética y afirmaba que ningún fin, por elevado que pareciera, justificaba el uso de la violencia. La consolidación del estado de derecho auguraba la existencia de una organización estatal limitada por la ley y capaz de contener y procesar de un modo pacífico los conflictos de la sociedad.Fue la ilusión de un nuevo comienzo, fundada en una singular lectura del pasado, acuñada por el Nunca más, el informe de la Conadep, y sostenida por el juicio y condena a las Juntas militares. Allí, la responsabilidad de los horrores pasados se cargaba, aunque en distinta medida, en la cuenta de actores presentados exteriores —los demonios del Estado terrorista y de la subversión— de modo que la sociedad, su "víctima inocente", resultaba exculpada.
En su momento fue una construcción no solo útil sino indispensable para fundar tanto el estado de derecho como una democracia republicana que por entonces carecía de todo: tradiciones, ciudadanos, dirigentes, partidos.
Hoy esa visión está en crisis, desafiada por otras lecturas del "pasado que duele", como también lo está el orden democrático y republicano que ella quiso fundar. Por otra parte, esta visión ilusoria resulta ya innecesaria: la democracia que tenemos, ni muy buena ni muy mala, está relativamente consolidada.
Parece llegado el momento de someterla a una crítica más profunda, vistos los nuevos abismos que hoy se abren. ¿Fueron demonios ajenos a la sociedad los responsables de la explosión de violencia que alcanzó su punto extremo en los 70? Estoy convencido de que, lejos de ser ajenos, forman parte inescindible de la experiencia y la cultura política de los argentinos en el siglo XX. La violencia política abrevó en primer lugar en los discursos: en la negación, condena y exterminio simbólico de los adversarios. Surgió de la idea, ampliamente difundida, de una unidad de espíritu, una unanimidad de los argentinos —el pueblo, la nación— en torno de valores enunciados por alguien. En el pasado hubo algunos grandes enunciadores: las Fuerzas Armadas, la Iglesia Católica, los movimientos políticos democráticos, como el yrigoyenismo y el peronismo. Tan diferentes en muchas cosas, coincidieron en atribuirse ese papel privilegiado, y en enviar a las tinieblas exteriores a los adversarios, denunciar su perenne complot y convocar a su aniquilación simbólica.
Por otro lado, está la violencia práctica. Las matanzas de los 70 tuvieron sus precedentes: los fusilamientos clandestinos de 1956 o el bombardeo de la Plaza de Mayo en junio de 1955. El asesinato de Aramburu nos lleva al de Vandor o al de Rosendo García, por cuya autoría se preguntaba Rodolfo Walsh. El matonismo sindical, sus aparatos y su técnica de "apriete" de los adversarios —el que vimos en San Vicente—, está plenamente instalado a principio de los 60, y presto a incorporarse, con armas y bagajes, a alguno de los bandos que pronto se organizarían. Por una u otra vía, resolver un conflicto mediante la violencia y la eliminación del adversario se fue convirtiendo en algo usual, natural, justificable, si el fin lo ameritaba, y también comprensible si se ignoraba la finalidad, pero se presuponía que por algo habría sido. En esa esfera, el estado no sólo declinó en su capacidad de control de la violencia sino que, manejado por alguno de los grupos facciosos, se embarcó, él mismo, en el uso clandestino de sus armas.
¿Tiene algo que ver la violencia que hoy despunta, con aquella historia con final apocalíptico en los años 70? No, si se considera que hoy están ausentes dos o tres elementos fundamentales de aquella coyuntura: una fuerte movilización popular, organizaciones político militares y Fuerzas Armadas con vocación mesiánica. Pero esto no alcanza para tranquilizarnos. Esos elementos también pesaban poco a mediados de los años 50, cuando tantos factores que impulsaron la espiral de violencia estaban ya instalados.Hemos aprendido a percibir en los polvos de hoy los lodos de mañana.
Los episodios de San Vicente nos obligan a mirar con otra perspectiva las distintas manifestaciones de violencia, de sentido hasta ahora poco definido, como las protagonizadas por organizaciones piqueteras, sindicalistas, estudiantiles, vecinales o futbolísticas. El contexto que podía contenerlas, que parecía consolidado en 1983, está hoy claramente fisurado. Así, la civilidad consciente, la nueva ciudadanía, protagonista de aquellas jornadas, está hoy raleada y desilusionada. El compromiso ético sellado entonces alrededor de los derechos humanos, arca de la alianza de la nueva convivencia política, vacila debido al uso instrumental de ese discurso —una de las especialidades de nuestro presidente—, empleado para alimentar conflictos facciosos. Viejos debates, que parecían ya archivados, como la oposición entre lo "formal" y lo "real", vuelven a tener vigencia, para descartar por inútiles las "formas". El gobierno por una parte tiene temor de esas manifestaciones y retrocede ante ellas; por otra —y esto es mucho más grave— sucumbe a la tentación de utilizarlas como instrumentum regni. Así, por diversas vías, contribuye a la erosión del estado de derecho. En los últimos años hemos visto acumularse estos signos, sin grandes reacciones, refugiados quizá en la falsa seguridad de que el pasado siniestro estaba enterrado para siempre.
¿En que momento una suma de sucesos particulares indica un salto cualitativo? ¿Cuándo el polvo se torna en lodo o el viento en tempestad? Confieso que oscilo entre dos respuestas. El historiador responde que el juicio es prematuro, que hay que esperar que lo por venir termine de revelar la clave de lo ocurrido. El ciudadano percibe que ya estamos desmoronándonos en el abismo.
L. A. Romero dirige el Centro Estudios de Historia Política de la UNSAM. Profesor de la UBA e investigador del CONICET.
# posted by El Tucán @ 4:47 PM