Wednesday, November 01, 2006

 

Para pensar la violencia. Acerca de los disturbios del 17 de octubre.

Para dar por finalizadas las referencias al bochornoso espectáculo del día 17 de octubre en la quinta de San Vicente, desde este blog transcribo una nota aparecida en la revista Ñ, por el prestigioso historiador Luis Alberto Romero, que creo que nos ayuda a pensar la compleja relación entre política y violencia.
EL RETORNO DE LA VIOLENCIA
La violencia política está otra vez entre nosotros? Entre los varios interrogantes que abre el episodio de San Vicente este es, probablemente, el más inquietante, no sólo por los recuerdos del paroxismo de los años 70, sino también por las ilusiones que tuvimos en 1983 acerca de su final definitivo. En esos años de vino y rosas, creímos que la sacralización de los derechos humanos habían trazado una raya con el pasado. La sociedad había subordinado la política a la ética y afirmaba que ningún fin, por elevado que pareciera, justificaba el uso de la violencia. La consolidación del estado de derecho auguraba la existencia de una organización estatal limitada por la ley y capaz de contener y procesar de un modo pacífico los conflictos de la sociedad.Fue la ilusión de un nuevo comienzo, fundada en una singular lectura del pasado, acuñada por el Nunca más, el informe de la Conadep, y sostenida por el juicio y condena a las Juntas militares. Allí, la responsabilidad de los horrores pasados se cargaba, aunque en distinta medida, en la cuenta de actores presentados exteriores —los demonios del Estado terrorista y de la subversión— de modo que la sociedad, su "víctima inocente", resultaba exculpada.
En su momento fue una construcción no solo útil sino indispensable para fundar tanto el estado de derecho como una democracia republicana que por entonces carecía de todo: tradiciones, ciudadanos, dirigentes, partidos.
Hoy esa visión está en crisis, desafiada por otras lecturas del "pasado que duele", como también lo está el orden democrático y republicano que ella quiso fundar. Por otra parte, esta visión ilusoria resulta ya innecesaria: la democracia que tenemos, ni muy buena ni muy mala, está relativamente consolidada.
Parece llegado el momento de someterla a una crítica más profunda, vistos los nuevos abismos que hoy se abren. ¿Fueron demonios ajenos a la sociedad los responsables de la explosión de violencia que alcanzó su punto extremo en los 70? Estoy convencido de que, lejos de ser ajenos, forman parte inescindible de la experiencia y la cultura política de los argentinos en el siglo XX. La violencia política abrevó en primer lugar en los discursos: en la negación, condena y exterminio simbólico de los adversarios. Surgió de la idea, ampliamente difundida, de una unidad de espíritu, una unanimidad de los argentinos —el pueblo, la nación— en torno de valores enunciados por alguien. En el pasado hubo algunos grandes enunciadores: las Fuerzas Armadas, la Iglesia Católica, los movimientos políticos democráticos, como el yrigoyenismo y el peronismo. Tan diferentes en muchas cosas, coincidieron en atribuirse ese papel privilegiado, y en enviar a las tinieblas exteriores a los adversarios, denunciar su perenne complot y convocar a su aniquilación simbólica.
Por otro lado, está la violencia práctica. Las matanzas de los 70 tuvieron sus precedentes: los fusilamientos clandestinos de 1956 o el bombardeo de la Plaza de Mayo en junio de 1955. El asesinato de Aramburu nos lleva al de Vandor o al de Rosendo García, por cuya autoría se preguntaba Rodolfo Walsh. El matonismo sindical, sus aparatos y su técnica de "apriete" de los adversarios —el que vimos en San Vicente—, está plenamente instalado a principio de los 60, y presto a incorporarse, con armas y bagajes, a alguno de los bandos que pronto se organizarían. Por una u otra vía, resolver un conflicto mediante la violencia y la eliminación del adversario se fue convirtiendo en algo usual, natural, justificable, si el fin lo ameritaba, y también comprensible si se ignoraba la finalidad, pero se presuponía que por algo habría sido. En esa esfera, el estado no sólo declinó en su capacidad de control de la violencia sino que, manejado por alguno de los grupos facciosos, se embarcó, él mismo, en el uso clandestino de sus armas.
¿Tiene algo que ver la violencia que hoy despunta, con aquella historia con final apocalíptico en los años 70? No, si se considera que hoy están ausentes dos o tres elementos fundamentales de aquella coyuntura: una fuerte movilización popular, organizaciones político militares y Fuerzas Armadas con vocación mesiánica. Pero esto no alcanza para tranquilizarnos. Esos elementos también pesaban poco a mediados de los años 50, cuando tantos factores que impulsaron la espiral de violencia estaban ya instalados.Hemos aprendido a percibir en los polvos de hoy los lodos de mañana.
Los episodios de San Vicente nos obligan a mirar con otra perspectiva las distintas manifestaciones de violencia, de sentido hasta ahora poco definido, como las protagonizadas por organizaciones piqueteras, sindicalistas, estudiantiles, vecinales o futbolísticas. El contexto que podía contenerlas, que parecía consolidado en 1983, está hoy claramente fisurado. Así, la civilidad consciente, la nueva ciudadanía, protagonista de aquellas jornadas, está hoy raleada y desilusionada. El compromiso ético sellado entonces alrededor de los derechos humanos, arca de la alianza de la nueva convivencia política, vacila debido al uso instrumental de ese discurso —una de las especialidades de nuestro presidente—, empleado para alimentar conflictos facciosos. Viejos debates, que parecían ya archivados, como la oposición entre lo "formal" y lo "real", vuelven a tener vigencia, para descartar por inútiles las "formas". El gobierno por una parte tiene temor de esas manifestaciones y retrocede ante ellas; por otra —y esto es mucho más grave— sucumbe a la tentación de utilizarlas como instrumentum regni. Así, por diversas vías, contribuye a la erosión del estado de derecho. En los últimos años hemos visto acumularse estos signos, sin grandes reacciones, refugiados quizá en la falsa seguridad de que el pasado siniestro estaba enterrado para siempre.
¿En que momento una suma de sucesos particulares indica un salto cualitativo? ¿Cuándo el polvo se torna en lodo o el viento en tempestad? Confieso que oscilo entre dos respuestas. El historiador responde que el juicio es prematuro, que hay que esperar que lo por venir termine de revelar la clave de lo ocurrido. El ciudadano percibe que ya estamos desmoronándonos en el abismo.
L. A. Romero dirige el Centro Estudios de Historia Política de la UNSAM. Profesor de la UBA e investigador del CONICET.





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