Saturday, August 26, 2006

 

El escritor y el intelectual (a propósito del nacimiento de Julio Cortázar)



* por M.G.B.

La figura de Julio Cortázar me genera inicialmente dos inquietudes. La primera, más introspectiva si se quiere, tiene que ver con lo que representa su nombre dentro de la tradición literaria en América Latina, y la consecuente responsabilidad de verter –aún a modo de somera introducción- algunas consideraciones que me motiva su presencia. Sin embargo, este sentimiento mixturado de respeto y temor que uno siente frente a lo que podemos llamar a esta altura un “clásico”, me lleva también a reforzar la apuesta, por cuanto abordar un clásico es, en definitiva, el intento por aprehender y hacer fructíferas sobre un espacio de lectura aquellas palabras que nos posibilitan mirar y abrirnos a las infinitas perspectivas interpretativas de un texto.
Mi falta de erudición en relación a Cortázar es cierta, pero no me angustia esta situación. Por el contrario, siempre aboné la idea que las interpretaciones que merecían ser tenidas en cuenta eran aquellas manifiestamente débiles, porque me daban la pauta de que en sus conclusiones los puntos suspensivos abrían la posibilidad de seguir ahondando las imperfecciones y lo fragmentario de la crítica; en otros términos, las limitaciones hacían visible la imposibilidad de asfixiar el objeto con una sola forma de aproximación.
Pero además de la polisémica riqueza textual, la obra de Cortázar siempre fue para mí no solo motivo de comprensión, sino también de re-acción, nunca me fue posible pensarlo desde la frialdad del análisis de su técnica, ni desde el desglose quirúrgico de su obra, es decir, nunca pude escindir ética de hermenéutica. En este punto, sin embargo, creo estar más cubierto en mi afirmación, ya que el mismo Cortázar era consciente de lo que suscitaba más allá de sus libros, por eso supo decir en una oportunidad que “...mis lectores no se contentan con leerme como escritor, sino que miran más allá de mis libros y buscan mi cara, buscan mis acciones, buscan encontrarme entre ellos, física o espiritualmente, buscan saber que mi participación en la lucha por América Latina no se detiene en la página final de mis novelas o de mis cuentos”.
Esta confesión me habilita para plantear la segunda inquietud. Me parece que en estos momentos de crisis social, política y cultural en nuestro país, es importante actualizar la visión que Cortázar tenía del “intelectual” y su rol comunitario. Es relevante en estas circunstancias por cuanto las voces que hoy se erigen para explicar la crisis no son las de los intelectuales sino la de los “expertos”, o sea, la de aquellos personajes consagrados a partir de un régimen de verdad dominante en nuestra sociedad. Son ellos quienes instauran un tipo de discurso que delimita lo verdadero de lo falso, son también quienes establecen el modo de su sanción, quienes instituyen las técnicas y procedimientos para definir el unilateral camino de la verdad y, por último, quienes se autolegitiman a partir de un estatuto que los posiciona como los encargados excluyentes de profetizar lo que funciona y lo que no.
El trayecto de Cortázar estaba en las antípodas. El intelectual, para él, implicaba la pasión, la vida, la justicia, la libertad, y la lucha contra todo lo que limita u oprime estos valores. Al igual que muchos compañeros de ruta por esos tiempos, concebía su actividad como un espacio para disparar sus dardos contra lo irracional de la pretensión racional de una sociedad donde el autoritarismo parecía ganar la partida, al menos en Latinoamérica. Intentaba sin dudas (aunque nunca lo haya explicitado) situarse desde el lugar de las víctimas, pero nunca desde un sitial de vanguardia, sino como modo de restituirles una dignidad que su condición de “vencidos” no les permitía. Recuerdo aquella frase de Theodor Adorno que se puede aplicar perfectamente a lo que vengo diciendo cuando refiriéndose a los vencidos sostenía que es constitutivo de su esencia parecer inesenciales, desplazados y grotescos en su impotencia. Pero también, que lo que trasciende a la sociedad dominante no es solo la potencialidad que ésta desarrolla, sino también y en la misma medida lo que no encaja del todo en las leyes del movimiento histórico. A profundizar estas fisuras, inaprensibles para las cuadrículas del sistema, estaba llamado el intelectual para Cortázar.
De nada sirve la función intelectual si el efecto logrado es la autosegregación como casta. Ayudar a que “caigan las máscaras” del enemigo, implica como condición necesaria también la remoción de las máscaras propias, las ilusiones conscientemente direccionadas para aplacar la dimensión de “crítica” respecto de lo existente. El intelectual debe construir las condiciones de su propia disolución como “vanguardia” para pasar a generar prácticas articulatorias que produzcan ideologías que no respondan a los cánones dominantes.
Pero del mismo modo en que Cortázar combatía la idea del intelectual como “casta”, también endurecía su postura frente a quienes pensaban que la única forma de lograr un vinculo con la masa social era a partir de debilitar la visión de la realidad para hacerla accesible a la inmediatez de las necesidades básicas. La demagogia le era tan ajena como la soberbia elitista: “Todo empobrecimiento de la noción de realidad en nombre de una temática restringida a lo inmediato y concreto en un plano supuestamente revolucionario, y también en nombre de la capacidad de recepción de los lectores menos sofisticados, no es más que un acto contrarrevolucionario, puesto que todo empobrecimiento del presente gravita en el futuro y lo vuelve más penoso y lejano”. Si bien estas palabras tienen un destino concreto (cierta izquierda que vincula la combatividad a la ausencia de relieve intelectual), es difícil para nosotros no hacer un ejercicio ilegal y pensar a la luz de estas consideraciones en nuestro presente, definido por el didactismo de lenguajes estandarizados que se ciernen omnipotentes sobre el conjunto plural de los lenguajes.
Pero esta breve reseña sobre la figura de Julio Cortázar en definitiva, creo que debe servirnos no sólo para extrapolar sus reflexiones en nuestro contexto empobrecido de figuras relevantes. Realizar esa simple actividad conmemorativa sería fosilizar su presencia a la sombra de un dogmatismo inconducente que el mismo Cortázar combatió en vida. En cambio, creo que sería una excelente oportunidad para revitalizarnos en nuestra dimensión intelectual si somos capaces de construir nuevos discursos que desliguen el “poder” de las formas de hegemonía sociales, culturales y económicas sobre los que nuestro tiempo transita.





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